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ANA e a sua vida de oração

Por:   •  31/5/2015  •  Seminário  •  2.975 Palavras (12 Páginas)  •  204 Visualizações

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Sermón Frente al altar Texto: I Samuel capítulo 1

INTRODUCCIÓN

La Biblia nos cuenta la historia de una mujer que encontró la solución para sus problemas, al derramar su corazón a Dios frente al altar a través de una oración sincera. En esta oportunidad vamos a estudiar y extraer lecciones de este texto bíblico.

1. NACIDA PARA SER FELIZ ¡Lindo! Aquel bebé era realmente lindo. Sus ojitos transmitían mucha delicadeza. Su mirada era tierna y gentil. Sí… ella debería llamarse Ana (afable). La niña nació en un hogar sencillo y creció protegida por el cariño de los padres. Era dócil, tranquila y amorosa. Le gustaba simpatizar y sonreír con las personas. Fue enseñada por la familia a reverenciar el nombre de Dios y a amarlo, y que Jehová es un Dios que cumple sus promesas. Creció oyendo las historias sobre un Dios que respondía las oraciones de sus antepasados y que realizaba grande milagros como el nacimiento de Isaac, la liberación del pueblo de Dios del cautiverio de Egipto, el cruce del Mar Rojo, y la destrucción de los muros de Jericó…     A Ana le gustaba mucho ir al Templo en Silo. Su corazón se henchía de una alegría intensa cuando oía hablar del nacimiento del Mesías, aquel que vendría para reinar en medio del pueblo de Israel. Al oír los himnos entonados por los cantores, sus pensamientos divagaban. “Feliz” – ella pensaba si sería – “la virgen escogida para ser la madre del Salvador”.

II. CONSTRUYENDO UN HOGAR FELIZ Un día, un bello muchacho vio a Ana y se apasionó. La mirada tierna y su sonrisa sincera cautivaron los más puros sentimiento del corazón de aquel joven. Su nombre, Elcana. Un levita de la región de Efraín. Elcana era “un hombre rico y de mucha influencia, que amaba y temía al Señor”. (Patriarcas y Profetas, E. G. White, 614). Algún tiempo después de conocerse, se casaron. Elcana y Ana formaban un matrimonio feliz. Ella era piadosa, alegre, de buen humor. Estaba constantemente con una sonrisa en los labios. Elcana, por su parte, era un hombre sensible, cortés, temeroso de Dios. Al fi nal de cada tarde hacían planes para el futuro. Querían oír voces infantiles que alegraran su hogar. Les gustaba conversar sobre sus futuros hijos, como los educarían, a quien se parecerían, cuáles serían sus nombres. Mientras tanto los días se transformaron en meses y los meses en años, y la bendición de la paternidad no les era concedida.

III. DE LA ALEGRÍA PARA LA TRISTEZA Ana ya no sonreía como antes. Una nubecita de tristeza podía ser vista en sus ojos cariñosos y afables. Elcana en busca de la realización de la paternidad contrae un nuevo matrimonio. Pero lejos de traer la alegría esperada, esa decisión trajo más amargura y tristeza al corazón de su esposa. Peninna y Elcana tuvieron varios hijos. Sin embargo la alegría no vino con la llegada de los bebecitos. Elena G. de White escribió, “Peninna, la nueva esposa era celosa e intolerante, y se conducía con orgullo e insolencia”. (Patriarcas y Profetas, E. G. White, 614).                                                 Ana representa a cada uno de nosotros con nuestras frustraciones, decepciones y tristezas. Representa a aquellos que son incomprendidos, perseguidos, frustrados. Aquellos cuyos sueños se van como castillos construidos en la orilla del mar. Ana parecía estar con la esperanza destruida. Su vida se tornó pesada. Pero no flaqueó, no ofendió a su familia, no culpó a su esposo. Es común murmurar contra la persona que está más cerca de nosotros. Sin embargo Ana enfrentó la provocación con mansedumbre y fe.                                         

IV. FRENTE AL ALTAR La forma como nos comportamos frente al sufrimiento nos ayudará a visualizar la victoria con más nitidez. La familia de Elcana subió una vez más a Silo para adorar y hacer        sacrificios al Señor (v.3). Ana acompañó a la familia llevando en su corazón toda su tristeza. Cuantas veces hizo ese recorrido con corazón alegre, con un cántico en sus labios… Pero ahora siempre que subían a la casa del Señor, Peninna la irritaba, por lo que lloraba y no comía. (v. 5,6 y 7).                                                                                                 A semejanza de ella algunos van a la presencia del Señor chasqueados, con lágrimas a derramar su corazón, lágrimas que solamente Jesús es capaz de enjugar. Vamos y volvemos de la presencia del Señor con los mismos sentimientos, con las mismas tragedias. En aquel año, Ana tomó una resolución. Dejaría de llorar por su suerte y colocaría en práctica su fe. ¿No había escuchado ella desde la infancia los milagros realizados por el Gran Jehová? ¿No había abierto él la matriz de Sara dándole un hijo en la vejez?                                 Ana se levantó. Ahí está el secreto. Levantarnos de donde estamos. La fe genera acción: levantarse y actuar. Permanecer donde estamos, haciendo siempre lo que hemos hecho nos llevará al lugar donde siempre estuvimos. Ana fue a resolver su problema. No, ella no fue a lamentarse con Peninna, ni a exigir una explicación a Elcana. Esa forma de proceder no combinaba con Ana. Su lealtad, bondad y gentileza no le permitían tomar tales actitudes. Ana sabía lo que debería hacer. Se levantó y fue frente al altar.                                         “Las mayores victorias de la iglesia de Cristo, o del cristiano en particular, no son las que se ganan mediante el talento o la educación, la riqueza o favor de los hombres. Son victorias que se alcanzan en la cámara de audiencia con Dios, cuando la fe fervorosa y agonizante se hace del poderoso brazo de la omnipotencia” (Patriarcas y Profetas, E. G. White, 201,202). Ana se levantó y con amargura de alma, oró al Señor, y lloró abundantemente…” (v.10).                                                 Es frente al altar donde debemos lavar nuestra alma. Solamente Dios puede entender nuestro sufrimiento, nuestra tragedia, nuestro dolor. Solamente aquel que vio a su hijo pendiendo de la cruz, puede entender verdaderamente el sufrimiento de una madre o de un padre que pierde a su hijo trágicamente. Solamente aquel que fue rechazado por los suyos, conoce el dolor de un rechazo. Solamente aquel que fue traicionado, sabe lo que es el dolor de una traición. Solamente aquel que fue calumniado, sabe lo que es ser mirado en forma despectiva por los más cercanos. Ana fue delante del altar y allí ella entregó en las manos del Padre sus lágrimas para que Él las transforme en sonrisas, entregó sus tragedias para que las transforme en victorias, entregó sus tristezas para que sean transformadas en alegrías. Es interesante que estando delante de Dios Ana fue mal interpretada. Elí, el Sumo Sacerdote, observando el movimiento de los labios consideró que estaba ebria. Interpretó en forma errónea sus lágrimas… Así es con nosotros. ¿Cuántas veces somos interpretados en nuestra angustia como algo de menor importancia? ¿Cuántas veces nos sentimos solos tomando el cáliz amargo de las desilusiones? ¿Cuántas veces gritamos solamente para oír el eco de nuestra angustia vibrando en las montañas heladas de la indiferencia? ¿Cuántas veces buscamos una sonrisa y recibimos el desdén? ¿Cuántas noches lloramos solas el dolor de la traición cuando nuestro cónyuge duerme y sueña sueños que no compartimos? ¿Cuántas veces miramos para la multitud a nuestro alrededor y sentimos como si estuviéramos en un desierto árido y sin vida el cual nos sofoca y oprime? ¿Cuál es nuestra actitud? Nos enojamos, no vamos más a la iglesia, agredimos a las personas? Ana era afable, gentil. Una mujer que conocía la inclinación del corazón de Dios. Sabía que la victoria viene como resultado de doblar las rodillas. No se ofendió. El dolor que sentía era mucho más intenso que las palabras de Elí. Oprimida y sorprendida se limitó a explicar amablemente su sufrimiento (v. 15 y 16).                                                 V. LA VICTORIA DE LA ORACIÓN Elí, profundamente conmovido, profiere la bendición que Ana había ido a buscar: “Vete en paz: El Dios de Israel te conceda la petición que le has hecho” (v. 17). El sacerdote fue inspirado por el Espíritu Santo para indicar la aprobación divina. Ahora Ana vuelve junto a los suyos, es una nueva mujer. Estuvo frente al altar, en la presencia del Altísimo. Escuchó su aprobación. Se sentía libre, feliz. La paz reinaba en su corazón. Las provocaciones de Peninna no la irritaban más, ya no la hacían sufrir. Había dejado su caso en las manos de Dios. Tenía la seguridad que Él estaba disponiendo los medios para el cumplimiento de su promesa. La oración de Ana fue contestada; recibió el regalo por el cual tan fervorosamente había rogado. Su hijo nació. Ana lo miró tiernamente y lo llamó Samuel – “pedido a Dios”.                                                         VI. COMPARTIENDO LA BENDICIÓN                                                         Al recibir de Dios la recompensa de su fe, Ana no mantuvo a su hijo junto a sí. Recibió su bendición. Cumpliría su voto. Lo llevaría a vivir en el tabernáculo con el sacerdote Elí. Toda la nación sería beneficiada, pues él sería un gran hombre de Dios. “Grandes sacrificios siempre acompañan grandes misiones” (R.N. Champlin). Con Ana y Samuel no fue diferente. “Una vez más Ana hizo el viaje a Silo con su esposo, y presentó al sacerdote, en nombre de Dios, su precioso don, diciendo: “Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo pues le devuelvo también a Jehová: todos los días que viviere será de Jehová.” (Patriarcas y Profetas, E. G. White, 616). Samuel fue un gran juez y sacerdote de Israel. Fue usado por Dios en diversos momentos importantes de la historia de su pueblo.                                                 

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